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Quizás tengas curiosidad de saber acerca de mi relación con Mariah y Michael y Bruce y Billy Joel y tantos otros grandes artistas de este período que nunca podrá duplicarse. Ya llegaremos a todo eso.
Pero nada de lo que diga podrá verse en perspectiva a menos de que vengas a caminar conmigo al lugar donde escuché música por primera vez: el Bronx. Así que comenzaremos en la intersección de la Calle 187 con Arthur Avenue.
La carnicería. La pescadería. La panadería. La tienda donde venden pasta. Los estantes de frutas en los enormes mercados cubiertos. La vieja máquina de café espresso de la pastelería DeLillo’s. No hay en los Estados Unidos muchos otros lugares donde se vea un letrero sobre la puerta de un restaurante que diga: “Cinco Generaciones”. Ey, ¿quieres unas almejas? Pues aquí mismo en la calle las podemos comer frescas: están allí sobre hielo frente a Cosenza’s. Compremos una docena. Mira… pruébalas con un poquito de salsa de cóctel, con rábano picante, un toque de vinagre, unas gotitas de limón y una gota de Tabasco. ¿No te dije? ¡Para lamerse los dedos!
Arthur Avenue fue uno de los primeros lugares que educó mi paladar. Me enseñó lo que era bueno.
Mis padres estuvieron casados durante setenta años. Es importante saberlo porque mi familia fue el marco de mi juventud. La música me ha llevado por todo el mundo, y tuve la fortuna de conocer y trabajar con algunas de las estrellas más grandes y con las personas más influyentes de este negocio. Pero mis éxitos estuvieron acompañados de errores personales, algunos de dominio público. He dedicado gran parte de mi vida a intentar, de muchas formas, convertirme en el hombre que fue mi padre.
Mi padre, Thomas Mottola Sr., era un hombre tranquilo, cuya única misión en la vida era cuidar de su familia. No podría imaginar un mejor padre. La razón por la cual se dedicó por completo a sus hijos, y en especial a mí, nunca fue un secreto. Mi padre no conoció jamás a
Durante su adolescencia, mi padre asistió a la Escuela Secundaria Roosevelt High en Fordham Road. Allí estudiaba de noche, y de día trabajaba como mensajero para una firma de corredores de aduana. Llevaba los formularios de ingreso aduanero para aprobación, lo que permitía la nacionalización de los productos de los importadores. Cuando logró reunir 750 dólares, dejó su trabajo asalariado y montó su propio negocio. Lo llamó Atlas Shipping. Su oficina era la definición de papeleo y rutina. Cada caja de licor importada por Seagrams y cada caja de madera con muebles fabricados en la India tenían que ser meticulosamente documentadas. Aunque no era un trabajo apasionante, le permitía sostener a su familia, y muy bien. Veía a mi padre salir de casa cada mañana, como un reloj, y con frecuencia iba con mi madre a la estación del tren a recibirlo. Con el tiempo nos mudamos del pequeño apartamento a sólo unas calles de Arthur Avenue a una casa ubicada a pocas millas de Pelham Parkway, que compartía pared con la casa vecina. Y luego, ocho años más tarde, nos pasamos a una cómoda casa suburbana a unos treinta minutos al norte de New Rochelle, que podría haber sido lo que para
Mi padre no perdió tiempo cuando se trató de formar una familia. Conoció a mi madre —Lena Bonetti, a quien todos llamaban Peggy— en el barrio Fordham del Bronx cuando ella tenía quince años. Mi madre siempre había querido ser cantante. Pero su padre era muy estricto y tradicionalista. No consideraba que fuera digno de una mujer joven entrar al mundo de la farándula. Cuando ella le contó cuáles eran sus sueños profesionales, él le respondió con una cachetada.
Recuerdo que a mi madre le fascinaba cantar, pero sólo pudo hacerlo en la iglesia, cuando niña, o en nuestra casa, en compañía de familiares y amigos. Mi padre tocaba el piano y el ukulele, y mis tíos lo acompañaban tocando guitarra. Los fines de semana, la sala de mi casa se llenaba de comida, invitados, comida, música, comida, risas y más comida. Las bases del matrimonio de mis padres no podían haber sido más sólidas y transparentes. Tenían un ancestro común: la familia de mi madre provenía de Nápoles y de Bari, y la familia de mi padre provenía de Nápoles y de Avellino. Tenían su iglesia y sus tradiciones religiosas. Compartían una inamovible dedicación a sus hijos. Y, además de todo eso y de su química personal, a Thomas y Peggy Mottola los unía su amor por comer en familia y su amor por la música.
Mis padres tuvieron a sus tres hijas mucho antes de que yo naciera: Jean y Joan, las mellizas, y Mary Ann. Pero siempre habían querido tener un hijo, y por eso cuando llegué me convertí en el niño Dios. El padrino que eligieron para mí se parecía muy poco a Marlon Brando o a Al Pacino. Su nombre era Victor Campione y, desde muy temprano en su vida, había trabajado para el FBI. Ahora, basta de estereotipos.